miércoles, 13 de abril de 2011

Lo de Alessia

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...Desde la puerta que da al patio se filtran las últimas luces de una tarde de otoño en Barracas. Los tres rayitos de sol evidencian el polvo suspendido en el ambiente. A pesar de que es ventilado a diario, cada nueva gota de aire que entra en él, automáticamente se tiñe de tiempo.

...Hacia la izquierda de la habitación se encuentra el rincón más oscuro. Allí, un espejo, muy añejo. El tiempo le ha ensuciado las entrañas; se tardaría más de tres meses y medio en apreciar las imágenes fantásticas que guardan sus manchas. Sobre él, cruzándolo en diagonal, una escalera que colabora con la penumbra. Es una escalera noble, de esas que cada tanto crujen al suspirar su existencia.

...Hacia la derecha, en el extremo opuesto de la habitación, la pared que linda con la cocina. Es una pared entelada, que guarda celosamente partículas de polvo provenientes de los lugares más insólitos; apenas puede adivinarse su color “hueso” original, mientras que más claramente se advierte un estampado de flores de Liz. La puerta abierta permite ver en la cocina unos cacharros, que recortan sus siluetas sobre el turquesa de los azulejos, mientras que un vapor suave y sutil, indica el punto exacto del agua para el mate. ...La pared de frente, en cambio, está vestida de objetos. No se pueden diferenciar claramente los límites de unos con otros. No se llega a entender en qué punto, esa valijita desvencijada de herramientas deja de serlo para pasar a ser una figura de cigüeña (típica de primer año de metalurgia industrial), que es a su vez una cajita oxidada de mechas, para ser un pedacito olvidado de lija, y un recorte ocre de diario de aquella vez de la entrevista, que es el folleto del negocio de materiales que ya no existe, y se transforma en un estuche que quedó huérfano de su tesoro, para ser una latita de cera de lustre, que es una marañita de estopa sucia, y ese par de piecitas que servirán en algún otro arreglo, y que son ese botón encontrado-perdido, que pasa a ser el anillo que molesta para trabajar, y un parlante que todavía funciona, siendo una antigua caja de galletitas, que se transforma en el sostén, a su vez, todo de sí mismo, y es estante. Son tres en total los estantes que contienen este entramado de objetos sin límites. Aunque bien podrían ser cuatro. O dos. Al igual que con los objetos, no se sabe dónde un estante deja de ser, para pasar a ser otro.

...En medio del cuarto una mesa de trabajo, de la misma madera que la escalera y los estantes. No es un simple mueble puesto ahí; desde su presencia respira pertenencia a ese lugar. Sobre ella descansa un saxo abatido y opaco. Hay también una franela, que desde su facha alardea haber sacado más de cien lustres. Alejada de ella, en el otro extremo de la mesa, otra franela: virgen, celosa, inexperta, casi fluorescente, despidiendo todavía sus pelusas de recién nacida. Un tercio del mueble lo ocupa una plancha de linóleo que alguna vez ha sido verde. Sus cicatrices revelan historias de instrumentos agónicos, y curas milagrosas. Desparramadas por la mesa, unas cuantas herramientas: estecas metálicas terminadas en punta o redondeadas, otras de madera. Algún destornillador, que parece el hijo prematuro de cualquier conocido destornillador de hogar. Herramientas pequeñísimas. Un escalímetro, pequeñísimo también. Un lápiz, irreverentemente largo a pesar de su ancianidad; seguramente tiene el tiempo de los bisabuelos. Y a su lado, sobre un cenicero de madera tallado, descansan las virutas de su eterna existencia.

...Hay en el ambiente olor a madera, a cera, a cigarro, y (no se entiende muy bien cómo ni porqué) a eucalipto. ...Todo allí tiene esa suave pátina de polvo. Los colores se ven naturales, tranquilos, algunos más tostados, algunos más óxidos, algunos más tierras; tierras verdosos que se vuelven ocres sin brillo, que a su vez se vuelven sienas, y pasan a ser grises rosados, y plateados opacos y maderas lustrosas. Colores de cenizas rebeldes y miguitas verdes de yerba, que se vuelven manchas húmedas en papel. Papel amarillo desteñido de taco de escritorio, que se vuelve negro de trazo de tinta. Tinta negra sobre la mesa, que corre por sus vetas. Vetas que se vuelven y revuelven, que son escalera, crujido, polvo, aire, tiempo, música… Música de tic tac. Tic tac de reloj cucú. Y de fondo, y a su compás, el canto de un melancólico clarinete, a la espera de su turno...

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3 comentarios:

**VaNe** dijo...

He aquí un texto de hace poco más de dos años... Por esas vueltas de la vida nunca lo había publicado en este medio.

Anónimo dijo...

Espectacular descripción de una casa-taller, seguramente de algún luthier.Felicitaciones.
Adilen

**VaNe** dijo...

Adilén: un lugar de inspiración total, con su preciosa belleza particular... Gracias!!! Abrazos y besos por millones!!