sábado, 25 de abril de 2009

(sin) Fin


– ¿Hasta cuándo tendré que llorarlo?
– Hasta que los ojos se te transformen en desiertos, y puedas sentir sólo arena seca en tus venas.
– Pero eso ya me pasó.
– Entonces, ahora el dolor será sordo y sentirás que una topadora arrasa con tu corazón.
– Eso también me pasó.
– Entonces, sólo resta sumergirte hasta lo más hondo del agujero en tu pecho.


martes, 21 de abril de 2009

Regreso

De pronto interrumpió su discurso habitual y observó: un nene comiendo chizitos, el movimiento rítmico y monótono de la gente, un celular sonando… Se dio cuenta de que había perdido el hilo de lo que decía. Y pensó en su Mili. Miró nuevamente al nene gordito que no paraba de masticar y masticar. Sintió asco. Volvió a mirar a la gente. Giró hacia el grandote rubio que lo miraba mal. Y sintió más asco. Seguramente en algún otro momento se hubiera enojado con él y lo hubiera increpado. Pero hoy no; sólo observó. A su mente vinieron de nuevo los ojazos de su chiquita. Una sutil electricidad empezó a subirle desde el punto más profundo de sus entrañas. Al instante se dio cuenta de que estaba congelado, paralizado de movimiento y habla. En una fugaz conexión con la realidad vio que pasaba una estación. Seguía congelado. Nadie en el vagón parecía notarlo, la mayoría disimulaba. Sintió pena. La electricidad nacida en sus entrañas siguió subiendo por su cuerpo; en su pecho se hizo cosquillas y en sus ojos, humedad. Raúl supo definitivamente que no valía la pena seguir allí parado. Y pasó otra estación. Una sonrisa de su Mili valía más que la bolsita pesada y rogada de monedas. Y una estación más. Se dio cuenta de que el cansancio que transpiraba no era el suyo. Por primera vez no anheló su mano; demasiado pesado era ya palpar el hastío ajeno sólo con una. Pasaron tres estaciones, un tiempo que sólo unos pocos advirtieron y unos cuantos disimularon. Raúl, de pronto, empezó a hablar, como si alguien hubiera soltado el botón de “pausa”. Agradeció a todos los pasajeros. Su cara, por primera vez en mucho tiempo, se animó a sonreír hasta las muelas. Empezó a abrirse paso por entre el aire sofocante y denso. Demoró apenas un segundo con cada persona. No hizo diferencias, todos recibieron lo suyo. Saboreó el gusto que tiene el otro lado de la compasión.
Al llegar a la cuarta estación, bajó del vagón y apuró el paso. Raúl sabía que en su casa lo esperaban los ojazos de su Mili. Empezó a correr. Llevaba su cara empapada en lágrimas, y en su única mano, apretada muy fuerte, su inseparable bolsita de monedas, por primera vez, vacía.

(Escena montada sobre descripción de escenario realizada por Denise en el tcl-28)

viernes, 17 de abril de 2009

Resistencia latente

Son los corazones despiertos,
despiertos y latentes,
los que en la tangente oblicua de la vida
acuden a su cita con lo cierto.

Fuera de ella otros soplan y soplan,
desestabilizan sus pasos.
Son ésos, los pasos verdaderos,
que avergüenzan a los ordenados.

Muchos corazones venían,
pero allí afuera van quedando.

viernes, 10 de abril de 2009

Esperándote...

…mojar la medialuna en el café con leche una tarde de otoño
que el abrigo abrace tus pies después de un chaparrón
recibir inesperadamente ese llamado que tanto anhelabas pero aún no sabías
fundirte en el abrazo de tu gente amada
andar en bici sin prisa por llegar un día de primavera
echarte a “ver” como dibuja el aire tu música favorita
encontrarte repentinamente sacudido por al ritmo de tu propia carcajada
saberte desnudo ante esos ojazos infantiles
sentir, ver y adorar a las mariposas
divagar imposibles entre las llamas de una chimenea
convencerte una vez más de que no habrá pinceladas más bellas que las de “esos” cielos
recibir desde un hambre voraz el primer bocado de comida
saciar una sed desesperante con limonada fresca
enamorarte cada noche de la misma luna
saber de la existencia de los ángeles
un capuchino exquisito para una nariz helada
atrapar con la cucharita le espuma de ese capuchino
encontrarte con tu cama después de un arduo día de trabajo
un baño de inmersión con velas, sahumerios y buena música
prender la tele y que justo empiece tu programa favorito
observar las flores
saber que no hubo ser humano que las haya creado
sentirte feliz bajo la lluvia
seguir tratando inútilmente - o no - de intuir qué será lo que siente un ave en vuelo
descubrir un nuevo brotecito en la planta que tanto cuidás
y que florezca
presentir un perfume llegando a casa
olvidarte un día entero del reloj
que el sol sea naranja
que la luna también lo sea
desperezarte
despertarme y verte a mi lado
iniciar un viaje
llegar
y que llegues
y acariciarte
y disfrutarte
y amarte.
- Hola!

martes, 7 de abril de 2009

La Cita (de cuando un personaje quiso ser cuento)

La pasajera muy apresurada indicó al subir: “Hasta Guzmán y Elcano, en Chacarita”. Y Mario Guzmán supo que “el día” había llegado.
Mario Guzmán tiene cincuenta y tres años. Mide un metro setenta y ocho (aunque nadie lo advierte porque casi nunca está parado). Fuma dos atados de Lucky por día. Su voz es áspera y pareciera que le falta el aire al hablar. Sus cejas son gruesas y tupidas, y sus ojos oscuros tienen esa expresión simpática de sol. Lleva su brazo izquierdo mucho más bronceado que su brazo derecho. No usa reloj. Como único accesorio tiene una cadena de plata con una medallita de San Benito colgada del revés.
Mario Guzmán ha sido morocho por siempre, pero desde hace un tiempo sus canas parecen querer ocultarlo. Es por esto, que una mañana, entre cafés y medialunas de grasa en lo del gallego, se ganó el apodo de “El Cano”.
Ciento cuarenta y dos kilos acusó la balanza, hace algo más de seis años, la última vez que Mario Guzmán visitó a un médico. Seguramente la rutina del salamín con queso y aceitunas, y los choripanes jugosos han sumado unos cuantos kilos más. Así es, que su extensa humanidad se desparrama dentro del taxi ocupando mucho más espacio de el que le corresponde.
Mario Guzmán viste como todos los días su camisa celeste de manga corta y su pantalón gris, remendado en lugares donde la vista no llegaría jamás. Le gusta jactarse de que su auto tiene el volante más lustroso de la ciudad. Esto se debe al detalle de la franela, cuidadosamente extendida sobre su panza, que no deja de lustrar y lustrar a ese volante, en cada vuelta de cada esquina.
Separado de su mujer hace diez años, Mario Guzmán pasa diecisiete horas por día arriba del taxi. No tuvo hijos. Hace ocho años se vio obligado a internar a su madre en un geriátrico. Su padre murió antes de que él naciera.
Quién hubiera dicho; en el mismo “Guzmán” de su apellido, en el mismo “Elcano” de su apodo, en la misma intersección donde murió su padre (arrollado por un tren, hace cincuenta y cuatro años) junto al mismo cementerio donde descansan sus restos; quién hubiera dicho, que ese día, después de dejar a su última pasajera, el corazón de Mario Guzmán diría basta.

miércoles, 1 de abril de 2009

DesNudo

El hecho de no poder creer lo que le decía el Negro, trajo a su mente un recuerdo que tenía borrado. Jorge se vio a sí mismo parado al lado de la heladera en la cocina de la casa de su infancia; tenía siete años cuando preguntó: “Mamá, ¿quién nos ató el ombligo del lado de adentro?”
La mamá le explicó que se trataba de una cicatriz, le habló del cordón umbilical, del ombliguito que se cae, y esas cosas. Por aquellos años, todo lo que dijeran los padres eran palabras sagradas, no existía otra verdad en el mundo.
Jorge creció y vivió sus treinta y cinco años, convencido de que los seres humanos llevamos en el ombligo la cicatriz de nuestro nacimiento. Hasta hoy.
Después de su charla con el Negro, y recordando su inquietud infantil, se propuso averiguar la verdad. Utilizaría para tal fin su propio cuerpo.
Desnudo, se acomodó en su sillón reclinable, y se procuró un anotador y una lapicera, con intención de registrar en el acto cualquier impresión de la experiencia. Armado de una decisión y firmeza que nunca antes había tenido, metió con todas sus fuerzas el dedo índice de su mano derecha en el ombligo. Y hurgó. Muy profundo.
Estupefacto quedó, al sentir que lo insólito se volvía verdad. Su dedo índice se hundía, más y más. Aunque él quisiera, no podía ya detenerse. No había fin. Comenzó a marearse. Todo empezaba a girar. Iba sintiendo una liberación lenta y vertiginosa. Y se seguía hundiendo. Mientras, al igual que el mundo, la frase del Negro le daba vueltas en la cabeza: “El ombligo es lo que nos cierra, nuestro nudo interno; como el nudo de un globo, sólo que del lado de adentro”. El germen más primario de la profundidad de sus tripas se retorcía en una lenta y agradable agonía. Nunca había experimentado una sensación semejante. Sentía que un sacacorchos giraba y giraba dentro suyo, causándole un dolor inconmensurable, y a la vez, ese alivio absoluto tan ansiado y desconocido por el ser humano. Se hundía. Livianamente giraba y giraba. Y a cada vuelta más dolor. Y a cada vuelta más calma. Cada vuelta más rápida. La fuerza centrífuga comenzó a estirar su cuerpo. Con cada vuelta, más blando. Con cada vuelta, más líquido. El remolino giró y giró. De a poco comenzó a achicarse. Desagotándose. Cada vez, menos y menos de él. La fuerza centrífuga lentamente aminoró su velocidad. El girar era ya ovalado. De a poco. Lento. Jorge, hasta la última gota, desapareció de su ser.